INTRODUCCIÓN
La fragilidad inherente a nuestra condición humana nos enfrenta, en algún momento de la vida, a la necesidad de recibir ayuda para realizar actividades básicas como vestirse, caminar, alimentarse o mantener la higiene personal. Este hecho, que puede parecer lejano en nuestra vida cotidiana, se convierte en una realidad palpable para muchos, que dependen del apoyo de otros para preservar su dignidad y calidad de vida. En la mayoría de los casos, esta asistencia proviene de familiares cercanos, quienes, con dedicación y sacrificio, brindan un cuidado continuo y profundo. Sin embargo, la realidad demuestra que estas atenciones, aunque bien intencionadas, no siempre logran satisfacer por completo las necesidades de quienes las reciben, dejando vacíos que afectan tanto a la persona dependiente como a su entorno.
Para abordar esta situación, tradicionalmente se ha
recurrido a un modelo asistencial centrado en el déficit, en el que el cuidado
uniforme y estandarizado se ha convertido en la norma. Este enfoque, aunque
inicialmente útil, ha conducido a la despersonalización del individuo,
reduciendo su identidad a una serie de carencias físicas y psicológicas que, en
muchos casos, se ven agravadas por el propio sistema de atención. La
consecuencia ha sido, en muchos casos, un deterioro progresivo de las
capacidades, la pérdida de autonomía y un sentimiento de alienación tanto en la
persona cuidada como en los cuidadores.
Afortunadamente, gracias a los aportes de pensadoras como
Carol Gilligan, con su ética del cuidado, y Martha Nussbaum, con la ética
de las capacidades, hemos visto emerger un nuevo paradigma en la atención
sociosanitaria: el modelo centrado en la persona. Este enfoque reconoce la
singularidad de cada individuo, valorando sus capacidades y fomentando su
autonomía e integración social. En lugar de concentrarse exclusivamente en las
limitaciones, este modelo pone en primer plano la dignidad inherente a cada persona,
promoviendo una atención que respete su identidad y sus derechos.
La adopción de esta nueva ética asistencial ha permitido
romper con la relación de superioridad y paternalismo que tradicionalmente ha
caracterizado la interacción entre cuidadores y personas dependientes. Ahora,
la dignidad y la calidad de vida se erigen como los objetivos fundamentales, lo
que exige que los profesionales no solo se capaciten en habilidades técnicas,
sino que también desarrollen actitudes éticas profundas que les permitan
respetar la personalidad, la intimidad y los derechos de aquellos a quienes
atienden.
Este cambio de enfoque, que desplaza la atención de lo
deficiente a lo capaz, de la patología a la persona, no solo requiere un
esfuerzo significativo en la formación individual y grupal de los profesionales
sociosanitarios, sino que también demanda una transformación en los hábitos y
en la mentalidad colectiva. Es importante revisar y actualizar los valores
éticos que guían la práctica diaria, integrándolos de manera efectiva en la
deontología del personal sociosanitario, para garantizar que cada persona reciba
un trato digno, humano y respetuoso.
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